El símbolo regio por
excelencia en la heráldica es el león. A su imponente figura y su porte
distinguido se unen la bravura, la fuerza y la potencia que los personajes que
usan su imagen quisieran poseer.
No obstante, el león posee
otra cualidad que le hace más atractivo, si cabe, a los ojos de sus fieles
seguidores: Mientras descansa plácidamente en su territorio particular las
leonas se organizan para proveer los alimentos.
Porque son las leonas, y no
los leones, las que cazan en grupo. Con una eficaz y eficiente economía de
medios estudian las características de sus víctimas y seleccionan a las presas más débiles, las que
podrán someter con más facilidad, de acuerdo con la “Ley del mínimo esfuerzo”.
Claro que a veces se confunden en la apreciación de la aparente debilidad de la
pieza y reciben un severo correctivo, lo que les lleva a renunciar a su captura para tratar de encontrar otra opción más
asequible. A veces.
En la vida del mamífero
placentario superior ocurre algo similar. Tanto en la infancia, inocentes
criaturas que actúan sin maldad ni rencor, solamente movidos por el afán de
divertirse a costa de humillar a sus semejantes y destacar ante los demás, bajo
la premisa de elegir a las presas más débiles, aquellas que consideran que
podrán escarnecer con mayor facilidad, conforme a la “Ley del mínimo esfuerzo”.
Hay ocasiones, pocas, en las que confunden la buena disposición con un carácter
frágil y suelen salir trasquilados. En ocasiones.
En la edad adulta se sigue
presentando este tendencia; pero ya sin la inocencia y la ausencia de maldad o
rencor, sino más bien movidos por la necesidad de escarnecer a las personas de
su entorno, siempre de acuerdo con los principios de escoger a aquellos sujetos
que consideran más adecuados para dirigirles sus puyas en la confianza de que
no intentarán defenderse, respetando escrupulosamente la “Ley del mínimo
esfuerzo”. Claro que de vez en cuando, la aparente vulnerabilidad de la
supuesta torturada se revela de acero templado y las lanzas se vuelven cañas.
De vez en cuando.
Recuerdo que, siendo niño,
tuve dos problemas de este tipo: Uno por mi apellido, con lo que la “originalidad”
consistía en oír al listo de turno eso tan ingenioso de “Arribas y Abajos”. El
otro por mi temprana miopía, lo que inevitablemente derivaba en “Cuatro Ojos”.
Debo reconocer que ambas
situaciones me irritaban bastante, hasta el punto de que, en cierta ocasión, mi
padre descubrió la huella que una triste lágrima había dejado en mi mejilla. Me
interrogó directamente por el motivo de mi pasado llanto y cuando le expliqué
que se burlaban de mi apellido simplemente me dijo: No te achantes, chaval.
Responde lo que sea, lo primero que se te ocurra, pero no te achantes. Si lo
haces no te los quitarás de encima jamás. Jamás
Yo me defendí diciendo que
empezaba uno y los demás le seguían. No hay problema, me dijo. Cuando le pares
los pies al primero los demás le dejarán solo. Por la “Ley del mínimo esfuerzo”
buscarán a otro con quien meterse y te dejaran en paz. Los críos tienen un
concepto de la solidaridad muy perverso, que les hace aliarse con quien parece
llevar la voz cantante para no ser blanco de sus ataques.
Confieso que de la última
frase no entendí prácticamente nada, excepto que tenía que dejar claro que yo
no era la presa más débil.
A la mañana siguiente el
primero que me llamó “Cuatro ojos” recibió un “¡Come rastrojos!” como respuesta.
No se lo esperaba, de modo que se desconcertó y no insistió. En el recreo otro reiteró
la alusión visual y se llevó la misma réplica. Al salir por la tarde un “Arribas
y abajos” obtuvo por mi parte un misterioso “Lo tengo debajo”, vaga alusión a
algo que los más gallitos podrían interpretar como referido a sus virtudes de
aprendiz de macho.
Lo cierto es que funcionó y
nadie me volvió a molestar. Ni que decir tiene que los soberbios buscaron otras
figuras en las que proyectar sus complejos de superioridad, perfectamente
orquestados por los perversos solidarios, como los definiría mi padre.
Hoy no sólo no me callo ante
cualquier ataque hacia mi persona, aunque sea en tono jocoso y no de burla, si
no que intento impedir que se trate de denigrar a otras personas en mi
presencia. Siempre.