Una
medida inmoral e indigna, decidida y aprobada democráticamente, sigue siendo
una medida inmoral e indigna.
Nunca
he entendido muy bien la paradoja a la que se refieren con la frase “discriminación
positiva”. He recibido muchas y serias explicaciones al respecto, casi todas en
la línea de justificar una injusticia atávica con otra injusticia, aunque
parezca más amable y aceptada.
Hay
alimentos “ecológicos” que son más caros que los que no traen tan progresista
etiqueta y no por ello resultan más saludables. Sobre todo, ahora que parece
ser que los alimentos transgénicos no son necesariamente más perjudiciales que
los tradicionales.
Esta
moda de adjetivar la realidad para darle un nuevo valor (nunca “valorizar” ni “poner
en valor”) resulta muy conveniente para justificar un mayor precio, una
injusticia social o una medida arbitraria y torticera.
Democracia
y Justicia no son palabras sinónimas, lo mismo que no lo son Legalidad y
Moralidad. Pero si algo se reviste de legalidad, aunque a todas luces sea injusto,
ya tiene un punto de razón para quienes lo perpetraron.
Algo
parecido ocurre con la libertad de expresión, ese derecho que nos atribuimos
para justificar la mala educación y las ganas de dar la nota; pero que negamos
a los demás cuando lo expresado no coincide con nuestros intereses. Si nos
arrogamos el derecho a opinar tenemos la obligación de escuchar otras opiniones.
Quien está dispuesto a dar, tiene que estar dispuesto a recibir. Es lo que se
llama justa correspondencia.
No es razonable negar el derecho a expresarse en
contra de lo “oficial” a otros compatriotas que no comparten lo que viene a ser
“el pensamiento único”.
De
modo que las barbaridades aprobadas democráticamente por un parlamento elegido
por sufragio universal y con mayoría suficiente, siguen siendo barbaridades, a
pesar de los adjetivos y etiquetas que se quieran añadir, de las leyes
aprobadas a toda prisa para legitimar la barbarie, y de los tribunales creados
al efecto y a la medida para garantizar el cumplimiento legal de los nuevos
bloques legislativos.
Como
es lógico es posible que leyendo lo anterior se lleguen a identificar estos
argumentos con posturas y situaciones recientes. Eso demuestra que, como ya es
sabido, quienes olvidan la historia se condenan a repetirla.
Todo
lo anterior ocurrió y ocurrirá en el futuro si no somos capaces de identificar
las señales que emite el autoritarismo en sus comienzos, su fase más amable.
Aunque
fue el partido más votado en dos ocasiones, lo que se conoce como “ganar las
elecciones”, sabemos que Hitler nunca alcanzó mayoría absoluta, ya que su mejor
resultado fue el 44% logrado el 5 de marzo del 33.
No
obstante, lo que no consiguió en las urnas lo obtuvo en los despachos. De este
modo se hizo con el control del parlamento. Todo de forma legal, ya que es legítimamente democrático pactar con el diablo con tal de fastidiar al adversario.
Una
vez que el aparato nacionalista tomó el control fue necesario promulgar un nuevo marco legal
a su medida, la denominada “Ley Habilitante”, que fue sometida al parlamento. El
resultado fue que 444 diputados votaron aprobando la ley y sólo los 94 del SPD
lo hicieron en contra. El parlamento había aprobado democráticamente la mayor
aberración de la historia moderna con un abrumador y aplastante 83%. A este
respecto Joseph Göbbels fue muy sincero:
«La
voluntad del Führer ha quedado establecida totalmente, los votos ya no importan
más. Sólo el Führer decide.
A
la muerte del anciano presidente de la República de Weimar, el canciller Hitler
concentró todo el poder en su persona. El resto es Historia que convienen no
olvidar.
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