El infatigable montañero, gran
amante de los parajes agrestes y poco transitados, se hallaba recorriendo los
intrincados rincones de los Montes de León.
Con su GPS de última generación,
con rastreo por tres satélites IberSat, dos HispaSat y un TelStar, no existía
ninguna probabilidad de que se pudiera perder. El puntito itinerante que
indicaba su posición le situaba cerca de poblaciones con nombres sonoros,
rotundos y bellos: Camplogo, Busdongo,
Flor de Acebos… (En realidad, los satélites pasaban de él. Sólo detectaban
su sofisticado equipo)
Maldijo un poco su mala suerte
cuando, al ir a sortear un encrespado torrente, resbaló y su preciada mochila, que
indolentemente llevaba colgada de un solo hombro, se le escapó aguas abajo.
Imposible recuperarla, tal era la fuerza de la impetuosa corriente.
Ello no mermó ni un ápice la
intrepidez de su aventurero talante y prosiguió su marcha más ligero de
equipaje. Por fortuna su preciado localizador no había sufrido daños más allá
de un ligero raspón que apenas se apreciaba. Su comida y pertrechos de
supervivencia y aseo se habían ido con la corriente, pero conservaba su bastón
de gallardo excursionista, sus tarjetas Visa, su monedero, su maravilla
tecnológica y su no mal poblada billetera. Poco después apreció que también
conservaba un hambre lobuna.
Flor de Acebos quedaba montaña
abajo, hacia Pajares. Busdongo y Camplongo le quedaban más cerca, aunque con un
ligero desnivel que su prodigio electrónico estimó en 213 metros, y a una
distancia en línea recta de 8,640 Km. Menos de dos horas, para un esforzado
espíritu de montañero como el suyo.
A las tres horas, medio muerto de
hambre, entraba en la solitaria población. Comprobó que en la calle principal y
aledañas no existía ningún restaurante, alquería, venta, mesón, fonda o como
quiera que se denomine en los Montes de León un sitio en el que se sirvan
comidas a los esforzados viajeros. Nada.
Su necesidad de alimento le hizo
tragar el natural orgullo de los de su especie y resolvió preguntar a uno de
los vecinos del lugar que contemplaban sus idas y venidas como el mayor suceso
ocurrido en el pueblo en muchos años.
-
Buenas tardes. Dígame, buen hombre ¿Dónde puede
comer un caminante es este hermoso pueblo?
-
Aquí no tenemos restauranes ni ná de eso.
- Alguna máquina de Vending… de esas que pones unas monedas y te dan un refresco o
bocadillos.
-
No señor, ná
de ná. Pero sí que puede que la
Macaria le ponga algo de comer.
-
¿La Macaria dice usted?
-
Sí señor. La Macaria. Es esa casa de allí, la
que tiene el corral con la puerta verde.
El hambriento explorador le dio las
gracias y unos segundos después golpeaba con firmeza la puerta de la casa donde
calmaría su cada más punzante apetito.
-
Pasa, hijo, pasa – dijo Macaria - Hoy te puedo poner unas sopitas de ajo y un
chuletón de buey ¿Te apetece?
-
Claro que sí, Macaria. Hasta me podría comer
todo el costillar del buey.
Macaria le indicó su espacio a la
mesa mientras preparaba lo necesario. Abrió un humeante puchero y comenzó a
servir la sopa en un plato hondo.
-
¿Hijo, cómo quieres el ajo, machacao o espurriao?
Esa pregunta le cogió
desprevenido. No sabía exactamente qué era eso de “espurriao”, pero el ajo
machacado lo conocía perfectamente y no le gustaba demasiado.
-
Espurriado – contestó enfatizando el vocablo en
la forma que consideraba correcta.
-
Muy bien hijo.
Seguidamente el colmado plato de
sopa de pan con cebolla frita y una cabeza de ajo de regular tamaño estaba
sobre la mesa. Macaria recuperó el ajo y se lo metió en la boca, con la ayuda de
una cuchara de madera de boj, ignorando la mirada de estupor de su desnutrido
cliente.
Después de jugar al ping-pong con
la liliácea, tomó el plato y escupió sobre él el contenido de su boca. Lo
removió cuidadosamente con su cuchara de palo y lo volvió a colocar frente al
desconcertado trotamundos.
La verdad es que se lo comió con
un par… de arcadas, pero no dejó nada. Como por arte de encantamiento la sopa
de ajo espurriao le había saciado por
completo y ya no se sentía con ánimos de atacar al chuletón de buey.
Pidió la cuenta y salió. En la
calle se habían dado cita una veintena de vecinos. Nuestro héroe se dirigió a
ellos con naturalidad.
-
Una pregunta… ¿El mejor camino para ir a Lena?
-
Ahí detrás. La N-630 pasa por el otro lado de la
cuesta. El autobús que va a Lena pasa cada hora. Si se da prisa lo puede coger,
que estará al llegar.
Una vez acomodado en su plaza se
prometió que jamás volvería a dar nada por supuesto, que preguntaría cualquier
tema o concepto que no entendiera y que lo haría tantas veces como fuera
necesario.
Sólo entonces comprendió una de
las frases favoritas de su padre.
-
Alfonsito, pregunta. Es preferible pasar por
tonto cinco segundos que servir de hazmerreir toda la vida.
Al menos, él ya estaba vacunado
contra el “síndrome del ajo espurriao”
Espurriar.
(Quizá del lat. aspergĕre).
1. tr. Rociar con un líquido
expelido por la boca.
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