domingo, 9 de febrero de 2014

EL SINDROME DEL “AJO ESPURRIAO”


El infatigable montañero, gran amante de los parajes agrestes y poco transitados, se hallaba recorriendo los intrincados rincones de los Montes de León.

Con su GPS de última generación, con rastreo por tres satélites IberSat, dos HispaSat y un TelStar, no existía ninguna probabilidad de que se pudiera perder. El puntito itinerante que indicaba su posición le situaba cerca de poblaciones con nombres sonoros, rotundos y bellos: Camplogo, Busdongo, Flor de Acebos… (En realidad, los satélites pasaban de él. Sólo detectaban su sofisticado equipo)

Maldijo un poco su mala suerte cuando, al ir a sortear un encrespado torrente, resbaló y su preciada mochila, que indolentemente llevaba colgada de un solo hombro, se le escapó aguas abajo. Imposible recuperarla, tal era la fuerza de la impetuosa corriente.

Ello no mermó ni un ápice la intrepidez de su aventurero talante y prosiguió su marcha más ligero de equipaje. Por fortuna su preciado localizador no había sufrido daños más allá de un ligero raspón que apenas se apreciaba. Su comida y pertrechos de supervivencia y aseo se habían ido con la corriente, pero conservaba su bastón de gallardo excursionista, sus tarjetas Visa, su monedero, su maravilla tecnológica y su no mal poblada billetera. Poco después apreció que también conservaba un hambre lobuna.

Flor de Acebos quedaba montaña abajo, hacia Pajares. Busdongo y Camplongo le quedaban más cerca, aunque con un ligero desnivel que su prodigio electrónico estimó en 213 metros, y a una distancia en línea recta de 8,640 Km. Menos de dos horas, para un esforzado espíritu de montañero como el suyo.

A las tres horas, medio muerto de hambre, entraba en la solitaria población. Comprobó que en la calle principal y aledañas no existía ningún restaurante, alquería, venta, mesón, fonda o como quiera que se denomine en los Montes de León un sitio en el que se sirvan comidas a los esforzados viajeros. Nada.
Su necesidad de alimento le hizo tragar el natural orgullo de los de su especie y resolvió preguntar a uno de los vecinos del lugar que contemplaban sus idas y venidas como el mayor suceso ocurrido en el pueblo en muchos años.

      -        Buenas tardes. Dígame, buen hombre ¿Dónde puede comer un caminante es este hermoso pueblo?
       -        Aquí no tenemos restauranes ni de eso.
       -     Alguna máquina de Vending… de esas que pones unas monedas y te dan un refresco o bocadillos.
       -        No señor, de . Pero sí que puede que la Macaria le ponga algo de comer.
       -        ¿La Macaria dice usted?
       -        Sí señor. La Macaria. Es esa casa de allí, la que tiene el corral con la puerta verde.

El hambriento explorador le dio las gracias y unos segundos después golpeaba con firmeza la puerta de la casa donde calmaría su cada más punzante apetito.
     -        Pasa, hijo, pasa – dijo Macaria -  Hoy te puedo poner unas sopitas de ajo y un chuletón de buey ¿Te apetece?
      -        Claro que sí, Macaria. Hasta me podría comer todo el costillar del buey.
Macaria le indicó su espacio a la mesa mientras preparaba lo necesario. Abrió un humeante puchero y comenzó a servir la sopa en un plato hondo.
      -        ¿Hijo, cómo quieres el ajo, machacao o espurriao?
Esa pregunta le cogió desprevenido. No sabía exactamente qué era eso de “espurriao”, pero el ajo machacado lo conocía perfectamente y no le gustaba demasiado.
      -        Espurriado – contestó enfatizando el vocablo en la forma que consideraba correcta.
      -        Muy bien hijo.

Seguidamente el colmado plato de sopa de pan con cebolla frita y una cabeza de ajo de regular tamaño estaba sobre la mesa. Macaria recuperó el ajo y se lo metió en la boca, con la ayuda de una cuchara de madera de boj, ignorando la mirada de estupor de su desnutrido cliente.

Después de jugar al ping-pong con la liliácea, tomó el plato y escupió sobre él el contenido de su boca. Lo removió cuidadosamente con su cuchara de palo y lo volvió a colocar frente al desconcertado trotamundos.

La verdad es que se lo comió con un par… de arcadas, pero no dejó nada. Como por arte de encantamiento la sopa de ajo espurriao le había saciado por completo y ya no se sentía con ánimos de atacar al chuletón de buey.

Pidió la cuenta y salió. En la calle se habían dado cita una veintena de vecinos. Nuestro héroe se dirigió a ellos con naturalidad.
      -        Una pregunta… ¿El mejor camino para ir a Lena?
      -        Ahí detrás. La N-630 pasa por el otro lado de la cuesta. El autobús que va a Lena pasa cada hora. Si se da prisa lo puede coger, que estará al llegar.

Una vez acomodado en su plaza se prometió que jamás volvería a dar nada por supuesto, que preguntaría cualquier tema o concepto que no entendiera y que lo haría tantas veces como fuera necesario.

Sólo entonces comprendió una de las frases favoritas de su padre.
      -        Alfonsito, pregunta. Es preferible pasar por tonto cinco segundos que servir de hazmerreir toda la vida.

Al menos, él ya estaba vacunado contra el “síndrome del ajo espurriao

Espurriar.
(Quizá del lat. aspergĕre).
1. tr. Rociar con un líquido expelido por la boca.
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