Hubo un tiempo, en la
antigua Roma, en el que los humanos ejecutaban
a otros humanos desde la denominada Roca Tarpeya, arrojándoles al vacío. Esta
práctica se utilizaba con reos de muerte, cuyos delitos les hacían merecedores
de tan expeditivo método, pero también con niños o bebés que nacían con
deformaciones o problemas, como un sistema para corregir lo que se consideraba un “error” de la naturaleza. Alrededor del año 500 a. C., Tarquino el Soberbio,
séptimo rey de Roma, niveló la cima de la roca…Es obvio añadir que la
sociedad romana encontraba normal y natural el uso de la Roca Tarpeya para este propósito.
En la exigente Esparta
disponían del monte Taigeto para los mismos fines. La disciplinada sociedad
espartana no podía alimentar a personas improductivas que no pudieran servir a
la colectividad, por lo que los escasos episodios de ocultamiento de niños con
problemas o deformidades eran denunciados sin remordimientos, y se obligaba a sus padres a cumplir la Ley
de Esparta. Por supuesto estas prácticas, que hoy producen horror y
rechazo, se consideraban moralmente aceptables.
O TEMPORA, O MORES (¡Oh tiempos, oh costumbres), clamaba, en su discurso “Contra Catilina”, un
escandalizado Cicerón por la perfidia
y corrupción de su tiempo, sintiendo eso tan manriqueño de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Hoy se
emplea esta expresión en clave de ironía contra los que protestan por cualquier tipo de avance sobre lo establecido.
Entre matar a un bebé
nacido con malformaciones a decidir si se le deja nacer o no, han transcurrido 25
siglos. Un leve parpadeo en la historia de la humanidad, y un sustancioso cambio en la moral colectiva.
En los tiempos y costumbres
actuales, los sistemas de detección precoz permiten establecer las posibles
malformaciones en el feto con menos de quince semanas de gestación.
Las normas para la interrupción voluntaria del embarazo, más conocidas como ley del aborto, establecen criterios,
plazos y medios para que se aplique la decisión de la madre, sea la que sea. A
ninguna mujer se le obliga a interrumpir su gestación, y se garantiza, por otra
parte, unas actuaciones clínicas y sanitarias adecuadas a las que sí lo decidan. Pero siempre, siempre,
la decisión es personal, y nadie debería tratar de torcer esa decisión ni en un
sentido ni el contrario.
Mucho antes de la promulgación
de la ley del aborto, en plena campaña electoral de un partido
considerado “proabortista”, una mujer pidió al orador que manifestase tajantemente
si estaba a favor o no del aborto. Para ganar tiempo el ponente preguntó a su
vez los motivos por los que ella estaba, presumiblemente, en contra. El argumento
de la mujer era que se podría estar “asesinando
a un futuro santo”. La replica fue “o
a un terrorista. Nunca lo sabremos,
por supuesto, pero esa decisión no es mía y nunca lo será sencillamente porque
nunca me puede pasar a mí, y no soy quien para decidir por otra persona. Lo más
que puedo hacer, como hombre es apoyar sin reservas la decisión, nada sencilla,
que en cualquier sentido adopte una mujer”.
En este punto, muchos
hombres y mujeres se manifestaron a favor, pero aún quedaban reticentes que
argumentaban en contra. La mujer que hizo la pregunta se vio de repente entre
la espada y la pared cuando fue interpelada sobre su postura, en el hipotético
caso de un embarazo por violación o con malformaciones genéticas, de alguien de
su familia… En ese caso…-dudaba la
buena mujer- habría que ver si un aborto terapéutico
es posible- En ese punto el orador dio
paso a otra pregunta, liberando a la interpelada de tener que enfrentarse a sus propias contradicciones.
En un debate similar,
pero con personal médico de público, el profesor Lluís Miratvilles exponía en
la televisión el siguiente caso:
Una mujer viuda, María Magdalena Keverich, hija de un
cocinero, casada en segundas nupcias, queda embarazada y el niño muere seis
días después de su bautizo. Tuvo 5 hijos de los cuales sólo dos
sobrevivieron. En estas circunstancias- pregunta el presentador-
¿aconsejarían un nuevo embarazo? (muy sutilmente sugirió el NO embarazo:
eran tiempos en los que ciertas palabras estaban directamente prohibidas)
Las doctas personas
presentes en el estudio, tras consultar sus colegiadas opiniones, decidieron
que, lo más conveniente, era desaconsejar un nuevo embarazo.
Muy bien, -dijo
un triunfal Miratvilles- Acabamos de
evitar el nacimiento de Ludwig van
Beethoven.
A María nadie le coartó su derecho a decidir por sí misma. La decisión siempre
es delicada y compleja y sus consecuencias afectan
muy profundamente el futuro de quien decide… no pongamos más tensión donde ya hay suficiente
O tempora o mores!
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